Entre visiones cruzadas: Pound, Williams y Borges

Definir la poesía ha sido siempre una empresa paradójica: se trata de dar forma verbal a aquello que resiste la definición, de encerrar en palabras un acto que desborda el lenguaje. Desde tiempos antiguos se ha discutido si la poesía es ritmo, emoción, conocimiento, belleza o revelación. En el siglo XX, este debate se intensificó con las vanguardias y los experimentos formales, donde voces como las de Ezra Pound, William Carlos Williams y Jorge Luis Borges ofrecieron distintas pero complementarias concepciones de la poesía, no como un género literario estático, sino como un modo de pensamiento y percepción.
Ezra Pound, uno de los más influyentes renovadores de la poesía moderna, afirmaba que el poeta debía “hacerlo nuevo” (make it new). Para él, la poesía era energía verbal, condensación máxima de sentido y musicalidad. En su texto “A Retrospect” (1918), propuso tres principios para la poesía: la economía verbal (usar no más palabras de las necesarias), el ritmo musical (no el métrico tradicional) y la precisión en la imagen. Así, el poema no debía ser una elucubración lírica, sino un artefacto verbal cargado de significado sensorial. En este sentido, Pound asocia el poema con el ideograma chino, donde imagen y concepto se funden en un signo, y lo convierte en una forma de conocimiento que no depende del razonamiento lógico, sino de la percepción simultánea.
William Carlos Williams, en cambio, defendía una poesía profundamente enraizada en lo cotidiano y en lo local. Su célebre máxima —“No ideas but in things” (“No ideas sino en las cosas”)— resume una visión de la poesía como observación concreta, casi fenomenológica. Frente al simbolismo o el romanticismo, Williams buscaba capturar lo inmediato, lo tangible, el detalle mínimo. En poemas como The Red Wheelbarrow (“La carretilla roja”), demuestra cómo lo aparentemente trivial puede adquirir resonancia poética sin perder su materialidad. Para Williams, la poesía no es una traducción del mundo a símbolos trascendentes, sino una forma de atender a lo real con los sentidos y con la lengua.
Borges, por su parte, concebía la poesía como una experiencia intelectual y emocional que, aunque tejida con palabras, siempre apunta hacia algo inasible. En sus conferencias sobre la poesía, a menudo decía que un poema es algo que sucede, no algo que se define. Desconfiaba de las definiciones escolásticas y prefería hablar del efecto de la poesía, del estremecimiento que provoca, de su poder evocador. Para Borges, la poesía no está necesariamente en el poema, sino en lo que el poema despierta en quien lo escucha o lo lee. Así, la poesía es una forma de la experiencia, una intensidad del pensamiento y de la memoria.
Esta concepción se deja entrever en su cuento El Aleph (1945), donde aparece un fragmento particularmente revelador sobre su relación con la poesía. Allí, el narrador —un trasunto del propio Borges— describe la obra poética de Carlos Argentino Daneri, personaje que pretende escribir un poema total, un catálogo en verso de todo lo existente. Daneri, que ha descubierto el Aleph —ese punto en el espacio que contiene todos los puntos—, quiere ver y nombrarlo todo. Sin embargo, su poema, pese a la ambición cósmica, resulta banal y presuntuoso, un desfile de lugares comunes. Borges escribe: “El poema era un repertorio de palabras sin contenido; un fárrago de latinajos y neologismos inútiles; una mera acumulación de sinónimos sin música ni misterio”.
Esta crítica a Daneri permite a Borges contraponer dos modos de entender la poesía. Por un lado, la pretensión enciclopédica, exhaustiva, racional: un poema como suma total del mundo. Por el otro, la intuición poética verdadera, que no reside en la acumulación, sino en la sugerencia. El Aleph es un símbolo de lo absoluto, de la simultaneidad infinita, pero Borges sugiere que no puede ser traducido en palabras sin que su potencia se degrade. El poema de Daneri fracasa porque confunde ver con nombrar, conocer con enumerar. Borges, en cambio, postula que la poesía es aquello que escapa al catálogo, lo que no puede ser dicho del todo. El Aleph existe, sí, pero es inefable.
De esta forma, Borges parece coincidir con Pound en la necesidad de precisión y de tensión verbal, pero desconfía de los excesos ornamentales. También se cruza con Williams en su aprecio por la claridad y la economía, pero sin renunciar a la dimensión metafísica de la palabra poética. Para Borges, la poesía es la posibilidad de evocar un infinito en el detalle, de sugerir un universo en un verso. La poesía, entonces, no es acumulación de cosas vistas, sino el destello que ocurre cuando el lenguaje toca un borde de lo inefable.
En esta constelación de ideas, la poesía se revela como una práctica de visión, pero también como un acto de humildad ante el misterio. Pound nos recuerda que la forma importa, que la música del verso es pensamiento. Williams nos enseña a mirar lo concreto como fuente de lo poético. Borges nos advierte que el todo no cabe en las palabras, pero que las palabras pueden insinuarlo. Así, la poesía no es sólo una técnica ni una expresión del yo, sino una forma de saber. Saber parcial, instantáneo, pero fulgurante.
Quizá por eso sigue siendo tan difícil definirla. La poesía es el Aleph y también su imposibilidad. Es el intento humano de nombrar el mundo, sabiendo que el mundo siempre desborda las palabras. Pero es precisamente ese intento —esa tensión entre el decir y el callar— lo que la vuelve necesaria.
¿Será cierto que hay tantas definiciones como poetas? Si no podemos definirla, ¿tienes algún verso preferido para hablar de poesía?