
En Ulises, James Joyce escribe no solo una odisea moderna, sino también una profunda meditación sobre la paternidad. La figura de Leopold Bloom, que deambula por Dublín con la herida abierta de la muerte de su hijo Rudy, representa una paternidad sin objeto, una ternura desplazada que encuentra en Stephen Dedalus la posibilidad de un lazo simbólico, imaginario, incluso terapéutico.
Bloom no es el padre biológico de Stephen, pero su deseo de serlo trasciende lo consanguíneo. Busca, en el joven, redimir la muerte del hijo; busca sentido donde sólo queda la rutina, el cansancio, la pérdida. Stephen, por su parte, no rechaza por completo a Bloom: lo reconoce como posibilidad, como una figura diferente al padre fallido y ruidoso que es Simon Dedalus. En este cruce, Ulises ensaya una idea moderna de la paternidad: no basada en el mandato ni la autoridad, sino en la elección, en el cuidado, en la conversación silenciosa.
Pero Joyce no escribe esta paternidad desde un lugar neutro. Su experiencia personal con la figura del padre, y más tarde con su rol como padre de Lucia Joyce, atraviesa su obra como un rayo oscuro.
Lucia, su hija, fue una bailarina talentosa y una joven brillante que comenzó a mostrar signos de inestabilidad mental durante los años en que Joyce escribía Finnegans Wake. Su relación fue intensa y ambivalente: él la admiraba, creía que compartían una sensibilidad artística única, pero también fue incapaz de lidiar con su sufrimiento. Lucia terminó diagnosticada con esquizofrenia y pasó gran parte de su vida internada. Joyce, entre el dolor, la negación y el agotamiento, la siguió visitando hasta sus últimos días, pero nunca logró «salvarla», como tampoco Bloom puede devolverle la vida a Rudy.
En 1934, Carl Jung —a quien Joyce consultó en busca de ayuda para su hija— llegó a una conclusión inquietante: diagnosticó a Lucia como esquizofrénica y a Joyce como «semi-loco» en la misma línea que ella. Dijo: «Lucia y su padre están hundidos en el mismo mar, pero él nada mientras ella se ahoga.»
Esa frase de Jung, cruel pero precisa, revela otra dimensión del tema paterno: Joyce, como Bloom, sobrevive al naufragio. Escribe, crea, inventa, incluso desde el delirio, pero no puede ofrecer a su hija el refugio que Bloom anhela dar a Stephen. En este sentido, la novela se convierte también en un espacio de duelo no sólo por Rudy, sino por todos los vínculos que Joyce no pudo sostener fuera de la página.
La paternidad en Ulises es, entonces, una forma de consuelo: una posibilidad ética y poética de reparar. Pero en la vida real, Joyce apenas pudo traducir esa lucidez narrativa en gestos concretos. Su dolor —como el de Bloom— se convirtió en literatura. Tal vez por eso la novela resuena aún con tanta fuerza: porque no romantiza la figura del padre, sino que la exhibe en su fragilidad, su deseo de conectar, y su inevitable impotencia.