Hoy 31 de octubre, a punto de recibir la visita más esperada del año, me di cuenta que no imprimí las fotos de mi tío Samuel ni de mi prima Analá, supongo que es parte del duelo y de no aceptar o entender que la muerte es parte de la vida. Hoy, en el Taller de historias leeremos este cuento de Miguel Donoso Pareja por recomendación de Virgilio Zarco, participante incansable del taller.

Juguemos a ser otros.

Ovidio Ríos

Editor

RETRATO Y ALGO MÁS

José Donoso Pareja

Aquel hijo infectado de mortalidad le recordaba

la única falta en su juventud divina:

se había acostado con un hombre

sin tomar la banal precaución

de convertirlo en dios

Marguerite Yourcenar

Cuando le regalaron el retrato de su madre de soltera, a Luis le pareció algo muy poco significativo y se olvidó de él. Lo colocó junto a otras fotografías, dentro de lo que solía llamar una rutina doméstica, y se sumió en su trabajo.

De todos modos, tenía que verlo siempre, y de alguna manera esa mujer desconocida estaba ahí, mirándolo con una ternura en la que convivían una especie de sensualidad perversa y una tristeza muy grande. Las cejas, rectas y descendentes, aunque con un ligero arco inicial, dibujadas con fuerza, eran las causantes de esa tesitura triste del rostro que, enmarcado en un cabello lacio y con raya en medio que sólo le llegaba hasta la altura de las orejas, cubriéndoselas, mostraba una frente amplia, tersa, una naricita respingada y una boca más bien grande, llena, entre sensual y despectiva, hasta cierto punto desafiante.

Luis pensó que, sin duda, había sido una mujer bonita y, más que nada, atractiva, mientras bajaba por el cuello, nítido en el escote de un vestido oscuro de mangas largas en cuyos extremos aparecían unas manos regordetas, un tanto brutales en el conjunto, asexuadas, ajenas, en su opinión, a cualquier iniciativa de caricia. Las piernas, en cambio, se insinuaban diferentes, partiendo de unas caderas amplias, bien puestas, y rematadas en unos pies que se notaban delicados dentro de esos zapatos de tacón alto y oscuros como el resto de su vestidura.

Pese a lo anterior, lo que verdaderamente le inquietaba a Luis era la mirada de la mujer que, con la mano apoyada en un garigoleado mueble de madera, parecía demandarle una verdad que él desconocía, seis años antes de su nacimiento. Le dio vuelta a la foto y leyó el nombre de soltera de ella, así como el lugar y la fecha: Guayaquil, septiembre de 1925. Miró su calendario: 29 de septiembre de 1986. Justamente hoy habría cumplido ella casi los ochenta años. Se estremeció. ¿Sería tomada la fotografía por el día de su cumpleaños?

La vio entonces como él la había conocido: llena y fuerte cuando era un niño, delgada y seca, frágil, siendo ya hombre, una anciana tristísima, áspera sin embargo, con sólo el gesto desafiante de la boca, altanera en su desamparo.

Luis le da vuelta otra vez a la foto, y ahí están los ojos de la desconocida, observándolo, casi acariciándolo, nutridos de una ambigüedad que es, al mismo tiempo, una invitación y un rechazo, la señal de algo que ella parecería esperar en ese momento, que tal vez nunca tuvo. Desde entonces, la mujer de la fotografía sabe que ese anhelo jamás será satisfecho sino que la rodeará como una nostalgia, endureciéndola día a día, noche a noche.

Es en esos ojos, se dice Luis, donde se esconde ese misterio que, rondándolo, no hace sino subrayar su propio y definitivo desconocimiento; trata, por eso, de desentrañar esa constancia ambigua, esa saudade tierna, casi irónica, en la que uno de ellos entra, el derecho, como ocultándose, ligeramente entrecerrado y turbio, elusivo, mientras el otro se entrega con una dulzura satisfecha, deseoso de algo que no sabe que le estará vedado para siempre, pero que su compañero parecería intuir defendiéndose.

Sin embargo, los dos son exactamente iguales, y a Luis llega a parecerle que la variante va del uno al otro, de manera indistinta, igual que si estuvieran vivos aún, significando con todo su exceso, perecederos, sometidos a la eventualidad de su destino.

En cierto momento, Luis pensó que la tristeza, lo incierto de ese erotismo no inexistente sino imposible, no estaba en la mujer desconocida que, con el nombre de su madre, había llegado para atormentarlo, sino en él enfrentándose a una ambivalencia atroz que, desnudándolo, ponía en evidencia un pacto que era anterior a su propio nacimiento y estaba ahora allí, mostrándole lo interminable de una espera imposible, de la entrega a un anhelo vital y funerario al mismo tiempo, pero también esa placidez defensiva, esa voluntad de limitarse, esa sabiduría convirtiéndose en la anticipación de una insolencia que los llevaría, a ella y a él, a la sequedad de sus respectivas existencias.

Luis vuelve a las manos de la mujer. La derecha roza apenas el mueble, la esquina del espaldar, igual que si los límites de ella, sus contornos, quisieran mantenerse libres, incontaminados. La otra cuelga, exánime casi, sin voluntad, separada apenas del muslo, en una actitud que, por su inercia, parecería negar la existencia del cuerpo, rechazar cualquier voluntad de acercamiento a una carne que no fuera la suya. Sin embargo, la desconocida da la impresión de querer que se le acerquen, se presenta a los otros como un desafío. Quiere ser acariciada, se dice Luis, pero les advierte a todos que ella no acariciará.

En ese momento, Luis termina por reconocerla, por aceptar esa ternura ambigua remarcándole un pacto del que no había tenido conciencia hasta entonces, un pacto que iba mucho más allá de su padre engendrándolo, de ella complacida por las caricias de él, ajena, hundida en su magnanimidad, negándole al hombre una complacencia que no proviniera de sí mismo, dulcemente irónica en su abandono, indignada hasta cierto punto de aquello que, quién sabe por qué razones, perdidas en una estirpe anhelante, consideraba una mentira.

Luis tornó a la foto, pero la mujer desconocida ya no estaba sino, sencillamente, su madre antes que él, antes incluso de la idea de él, tal vez soñándolo como él la sueña ahora, imaginándolo con la más absoluta exactitud, engendrándolo desde entonces, sin padre y sin madre a la vez, lejos de cualquier fundación, terriblemente sin encarnamiento.

Él se dio cuenta en ese instante de un nuevo rictus en la boca de ella, un gesto en el que no se sabe si está próxima a reír o a llorar. La vio austera, de inmediato, como reconviniéndolo, pidiéndole un respeto que él en ningún momento le había negado, demandándole una comprensión que le hace entender que ella no haba mirado a nadie que no fuera a sí misma en el momento de la foto, y que esa mirada no podía hacer otra cosa que prefigurarlo, marcarlo con el estigma de un misterio idéntico y sin respuesta.

Por eso, Luis vio tanto amor en ese ebenbürtig, esa igualdad de nacimiento insoslayable, esa conciencia compartida, y supo de una sensualidad elemental, independiente de la reproducción y del sexo, que «no impide a algunos infusorios buscarse, apretarse, aplicar boca contra boca y, finalmente, interpenetrarse e intercambiar su sustancia en una cópula verdaderamente amorosa, al término de la cual cada uno se ha convertido en el otro por mitad».

Sin embargo, a él le pareció que el retrato decía algo más, que la comunicación no estaba completa.

Lo observó un momento y lo colocó con cuidado en el lugar de la rutina doméstica, aun sabiendo que eso ya no era verdad. Las fotos de sus hijos, un muchacho y una muchacha, lo miraron de esa manera nueva, manifiestamente ambigua, solos también, diferentes, como si jamás lo hubieran conocido.

(De Todo lo que inventamos es cierto, 1990)

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